Lo que sucede aquí no es excepcional, responde a un fenómeno global, hace parte de las rupturas de la democracia liberal. El descontento de los jóvenes y de los movimientos sociales, responde a una crisis generalizada que conecta al mundo, como la pandemia, la pobreza o el hambre; hace parte de una situación que amenaza a la especie humana.
Las explosiones sociales como le denominan algunos científicos sociales, y que algunos gobiernos siguen tratando como simples revueltas, no son movimientos políticos que buscan transformar el Estado. Los movimientos sociales a los que asistimos, están enfocados a generar una revolución cultural, de pensamiento, de mentalidad, que pueden acarrear transformaciones políticas, aunque no sea su fin.
Basta con remontarnos a los últimos dos años, las revueltas de Hong Kong, Ecuador, Bolivia, Venezuela, Irak, y Argelia, entre otros. Mire por donde se mire en la geografía social, más allá de las ideologías gobernantes, tenemos explosiones sociales, esto puede resumirse en una idea fundamental que da cuenta de una ruptura en la lógica tradicional de gobernantes y gobernados.
En todo el mundo, entre el 60% y 80% de las personas creen que sus gobernantes no les representan, y para el caso de América Latina, según el PNUD (2016) el 83% de ciudadanos no confían en las clases políticas, frente al 53% que pensaban así en el 2008. El discurso en general describe clases dirigentes que solo se hablan entre sí, y que de igual forma a sus propios intereses y no entienden la realidad social, un fenómeno que aleja de todo contexto los y las dirigentes en cuanto a la efectividad de sus acciones y propuestas, generando nuevos escenarios de polarización que tienden a radicalizarse.
España dio ejemplo con los Indignados, EEUU con el movimiento Ocupy Wall Street, y así, hubo indignados en Telabid y asistimos a “la Primavera Árabe”, que tuvo sus inicios como movimientos sociales espontáneos -que dieron fin a regímenes autoritarios-,después captados por la geopolítica norteamericana y rusa que los transformó. Sin embargo, se forjaron allí semillas de pensamiento particularmente en la mente de los jóvenes, cuestión decisiva, pues donde se anidan ideas de democracia y el cambio social, tarde o temprano se hacen realidad.
El panorama al que asistimos, no sucede por azar, cuenta una secuencia histórica que podemos resumir en una fragmentación caótica de los sistemas políticos alrededor del mundo, la consecuente emergencia de los movimientos sociales con nuevos valores de diversos tipos y una fase de final de explosiones sociales. No se trata necesariamente de movimientos articulados, estos no precisamente buscan cambios institucionales, sino que expresan el cansancio generalizado, un grito colectivo de “no aguantamos más”, que se evidencia en una sociedad que explota frente a gobiernos nefastos como el caso colombiano.
Son justas las pretensiones que reclaman, así lo reconocen los jóvenes colombianos que, según una encuesta de la Universidad del Rosario, dan aprobación del 85% al paro nacional, reclamo que el Gobierno Nacional no ha sabido interpretar, haciendo recurrentes y cada vez más comunes los episodios de violencia policial, así como violencia de algunos manifestantes; un flagelo que a todos nos duele y que es generador de incomodidad y tensión, pues se considera éticamente reprobable y políticamente contraproducente.
No podemos quedarnos en advertir que se trata de violentos profesionales, ni de vándalos, sucede también que personas pacíficas se cansan de las afrentas o la falta de atención y se enfrentan sin miedo con la policía, pues la conciben como el referente más próximo del Estado y como una institución que ha perdido toda razón de cara a la protección de los derechos y la dignidad de los habitantes del territorio.
Surgen los que están dispuestos a resistir frente a todo, ya no es suficiente cómo recomienda el uribismo, con exigir desbloqueos violentos, amenazarlos con el contagio, o reprimir con el ESMAD hasta la muerte, pues esto empeora la situación, aún más si se cae en el error de convertir la acción policial en brutalidad producto de la desproporción, esto acrecienta la indignación y permite que se creen nuevas razones para resistir.
Frente al poder desmedido de un gobierno indolente, aparece un contrapoder sin armas, pero con acceso a las tecnologías de la información y comunicacion, como redes sociales y celulares que, a pesar de la censura, permiten mostrar la injusticia ante los ojos de todos. Videos, audios y fotografías, que van a internet y que como es de esperarse desatan la ira contenida, que explota en situaciones de extrema confrontación.
Es necesario entonces que pensemos esta coyuntura de manera distinta, que el Gobierno Nacional haga efectiva su capacidad constitucional, administrativa y financiera para atender la deuda histórica, y que asimile el ejemplo de algunos gobiernos regionales y locales que como iniciativa de gobernabilidad, articularon escenarios de diálogo y comunicación constante, que más allá de atender sin oír, les permitan escuchar a los inconformes para pactar.
Para tener éxito, las instituciones deben en estos tiempos, ofrecerse como mediadoras, pues la crisis no va a pasar de manera automática; hay causas profundas e históricas que no pueden verse de reojo o solucionar con medidas tradicionales, pues lo que exigen las explosiones sociales en el fondo y que es común en el mundo entero es “dignidad”, piden en diferentes lenguajes que se les reconozca como seres humanos con derechos, exigen un reconocimiento sincero, verdadero y garante.
Conectarse con el pueblo les exige a las instituciones de la democracia, restablecer el respeto a la dignidad y esto va más allá de retirar una reforma, de prometer derechos que ya han sido otorgados y retirados, o la renuncia de un alto funcionario, estás son ganancias obvias de un pueblo organizado que lucha en calles, puntos de encuentro y vías, pero debe saberse descifrar, que lo que en realidad exigen es un cambio cultural estructural y profundo.
¿Seremos capaces de entenderlo?, ¿Podremos hacerlo realidad?